En diciembre de 1941 EEUU había entrado en el gran conflicto de la Segunda Guerra Mundial a causa del ataque japonés a Pearl Harbor. Mientras tanto, el territorio ecuatoriano comenzaba a sufrir la agresión brutal de las tropas peruanas en las provincias de El Oro, Loja y el Oriente, supuestamente a causa de “provocaciones ecuatorianas”. En medio del gran bullicio que significaba el movimiento bélico internacional entre las potencias del eje Roma- Berlín-Tokio y los Aliados, nada significaba el horrendo pisoteo de humildes y pacíficas poblaciones ecuatorianas en el sur del país por parte de miles de soldados peruanos apoyados por su poderosa maquinaria bélica. Mataron a indefensos civiles, robaron, violaron a mujeres, incendiaron y humillaron en los poblados de Arenillas, Santa Rosa, Pasaje y Machala, con la falsa e imposible acusación de que el Ecuador “invadía” el territorio del país sureño.
El ejército ecuatoriano en medio de un descalabro, pobreza y desorganización, algo tenía que hacer, y algo hizo para frenar tan inesperada afrenta. El costo fue alto en vidas, éxodo y sufrimiento. Muchos generosos combatientes ofrendaron su vida en el altar de la patria: Ortiz, Chiriboga, Minacho y tantos otros que prefirieron que el enemigo pase por sobre sus cadáveres. Pero al invasor también le tocó pagar su cuota de sangre y sucedió de modo altamente trágico. Fue el 11 de septiembre de 1941, hace 70 años, en el punto denominado Porotillo. Alrededor de una treintena de soldados peruanos pagaron con sus vidas la agresión al territorio ajeno. Fueron emboscados y acribillados con ZB y Mauser por parte de enardecidos jóvenes militares defensores en un recodo del camino. Sólo quedó uno para contarlo. Después, la furia invasora se desató…y se consumó el delito. El 29 de enero de 1942, en Itamaraty, Brasil, quedó sellado el atraco. Perdimos cerca de 250 mil kilómetros cuadrados de territorio y la Patria quedó mutilada infamemente para siempre, sin que afuera de las fronteras, a nadie le importe.
Las nuevas generaciones deben saber y recordar este triste episodio y entender que la guerra es un castigo para los pueblos, que sus efectos a todos lastima y nada cura. Teniendo siempre presentes historias trágicas y reales como ésta, es menester construir sociedades diferentes, justas y sin tensiones guerreristas que sólo consumen dineros que únicamente pertenecen a la educación, salud y progreso humano. Ojalá llegue el día de decir por fin, ¡adiós a las armas!
César Pinos Espinoza
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