Se
llega a Caymatán por La Troncal. Es un caserío de Manta Real, recinto costanero
azuayo en el límite con Cañar cerca de Guayas; pocos saben que pertenece a
Molleturo, y por último, su existencia es ignorada y para el Azuay casi no
cuenta. Lo diremos por qué.
Un hecho de 1932 casi ya
olvidado
Primero,
por allí nunca ha llegado periodista alguno, ni de broma; las autoridades son
seres extraños y la gente vive porque Dios es grande. Y esto no es nada nuevo,
lo fue siempre, incluso en el fatídico 1932 cuando se produjo una matanza cuyo
relato está en el libro de G.H.Mata, “Sanagüin”, editado en 1942, que lo he
leído y releído y consultado en los archivos de El Mercurio. A Manta Real y
Caymatán hemos llegado por segunda vez doce años después para ver el cambio
operado, hoy al recinto lo desconozco, pero el caserío casi no ha variado,
parecen ser las mismas casas, los mismos caminos, aunque los hombres y mujeres han
migrado, son otros. A Raúl Solís, un joven oriundo de Patul lo encontré hace
meses junto con sus hermanas y familiares en un borde de la carretera poco
antes de Tres Cruces, me contó que ellos llegaban para vender sus productos en
ese sitio cada semana; me dijo que podía ser mi guía hasta su pueblo caminando
tres horas y que tenían todo para atenderme en su tierra, pero no pude
contactar y opté por entrar desde el lado costanero. De ese modo hace poco
llegué a Caymatán, pues desde donde proponía Raúl significa muchas horas de
tránsito y esfuerzo para llegar a su tierra, lo que no hemos podido lograr; sin
embargo, con lo que vivimos y lo que nos contaron, es más que suficiente para
tener una idea clara de esos lejanos lugares azuayos.
Mordedura de serpiente y
ausencia de suero antiofídico
Cuando
llegamos a Manta Real nos enteramos de que al joven Manuel Puin, de 16 años,
dos días antes lo habían llevado de urgencia a Guayaquil para atenderlo de una
mordedura de serpiente. La historia es la siguiente: Manuel fue días antes al
punto de La Soledad para recorrer el ganado de su familia, al agacharse para
pasar una alambrada fue atacado por una víbora que le mordió en el cuello y
rostro, también atacó a su perro que murió de inmediato; tomó su acémila y se
dirigió por dos horas hacia Manta Real buscando auxilio en el Subcentro de
Salud, pero oh desgracia, no contaban allí con suero antiofídico. De inmediato
lo trasladaron en una moto a La Troncal y en el hospital de ese cantón tampoco
había el referido suero. Una ambulancia lo traslado enseguida a Guayaquil, y
cuando yo regresaba de Caymatán dos días después, había fallecido y lo estaban
velando en su pueblo. ¿Qué sucede señores de la salud? ¿El suero salvador debe
estar sólo en ciudades grandes como Guayaquil o Machala? ¿Desconocen que la
incidencia de mordedura es alta en ciertos lugares costaneros y orientales?
¿Han realizado investigaciones al respecto? ¿Será imposible implementar un
sistema que salve vidas en fincas y caseríos lejanos, al costo que fuere?
El hermoso y terrible
río Patul
Sin
siquiera conocerme, doña Rosa, Fanny, Glenda, Jonathan, Patricia y don Manuel
me reciben en su casita sencilla y campesina, haciendo honor a la frase “dar
posada al peregrino”, conversamos de muchas cosas y emocionaban sus relatos;
antes, la gente que me encontraba en el camino me preguntaba a dónde voy, qué
voy a hacer, dónde llegaré, en fin, y les llamaba la atención que caminaba sin
rumbo y sin destino, pero después también se admiraban de verme conversar familiarmente
con algunos campesinos, con bromas y risas. Caymatán es un punto en la selva, un
peldaño en ese enorme cañón de siglos forjado por el caudaloso Patul que
irrumpe desde Paragüillas en los bordes del Cajas. Más arriba están Tansaray,
Chacanseo, Zhucay y Patul. Un día hace ocho años la familia se trasladaba a
Manta Real y al pasar por un puente de dos palos resbaló doña Rosa con su tierna
Glenda de cuatro años, siendo arrastradas por las aguas; su esposo corrió por
las orilla unos 200 metros, y como si fuera un milagro, rescató a su niña casi
muerta; doña Rosa sujetó a su hija hasta que perdió el sentido por un golpe en
una piedra, pero más abajo fue rescatada así mismo de milagro. Hoy ellos no
entienden lo que sucedió y por qué viven todavía. Son los secretos del arcano.
Huelas del eslabón
perdido
Cae
la lluvia en la tarde, los monos en la montaña protestan, o mejor, festejan el
chubasco; ¿Oye cómo gritan?, dice Jonathan (14), y eso no es nada, prosigue:
hay osos, venados, ardillas, gualillas, tucanes de varios tipos y colores, el
perezoso, pavas del monte, culebras equis y de otras clases, tigres grandes
como un perro, la gran bestia…Su padre, don Manuel Paguay, le escucha, le mira,
¿cómo sabrá tanto?, dirá; y es más, relata el joven emocionado, al ver nuestro
interés: dicen que han visto al “indio del monte”, un mono grande como hombre,
erguido, lleno de pelaje, que pone un brazo junto a un árbol, como observando
con curiosidad; la otra vez alguien alzó una carabina, le dio un tiro en el
pecho y lo tumbó, huyendo de inmediato por si acaso asomen otros porque parece
que no era el único. Qué curioso el caso. El mito Mono Grande registró por vez
primera el cronista Pedro de Cieza de León; en 1553 escribió que la población
local --seguramente en el Perú-- teme a
las “maribundas”, criaturas misteriosas del bosque; de esos supuestos
avistamientos se siguió hablando por parte de los visitantes del norte del continente
a través de los siglos, dice la crónica. El informe más controvertido es del
explorador suizo François de Loys, en 1920, que costó la expedición, pues fue
atacado en un río por un par de simios de 5 pies de alto, de caminar erguido, agitando
ramas de los árboles; los exploradores dispararon e hirieron a un ejemplar
femenino y hasta la fotografiaron.
El proyecto turístico de
un finquero
Agustín
Galarza, que iba en el bus también al mismo destino desde Cuenca, me invitó a proseguir
ese mismo día a su finca en Tansaray, “allá cerquita nomás, a la botadita”, lo
que para mí habrían significado unas cinco horas de camino. No acepté la
propuesta. En Caymatán observamos la escuelita “Seis de Enero”, descuidada en
los días previos al inicio de clases, después, Patricia Paguay me contó que el
maestro había comenzado sus labores con seis niños, son pocos, pero creo que
mientras hayan niños se justifica, y que en las otras localidades más arriba
también hay escuelas, lo que sucede es que se construyeron las dos aulas
pensando que habrían más alumnos. “Antes había aquí más gente”, dicen. Veo que
de Caymatán casi todos han emigrado, ni los muertos se han quedado, porque su
cementerio está abandonado, tiene unas pocas tumbas muy viejas, sin embargo,
la belleza natural de esos lugares es incuestionable.
Wiberto Ochoa en Manta Real nos invita a su finca y nos cuenta sus proyectos,
quiere organizar su estancia destinada a turistas; las aves y los animales
silvestres por allí son mansos y el lugar puede constituirse en un gran
atractivo a nivel nacional e internacional. Su padre, don Miguel Ochoa tuvo una
hacienda más arriba hace algunas décadas y su hijo se ha quedado
definitivamente porque le gusta ese ambiente, es un aventurero solitario y
profundo conocedor de la selva y el cultivo de cacao, sus jóvenes hijos llegan
de vez en cuando para visitarlo, y “talvez uno de ellos quiera venir y
encariñarse con el medio”.
Cuando
me dispongo al retorno, recuerdo y veo todavía en las miradas de mis
anfitriones en Caymatán una especie de interrogante, creo que siguen sin
comprender por qué llegué y para qué, mientras de mi parte no entiendo por qué
me salió todo bien y estuve en la casa precisa, de gente buena, sencilla,
humilde, saboreando lo que ellos producen, que es su pan de cada día. Creo que
volveré.
César Pinos Espinoza
www.proyectoclubesdecomunicacion.blogspot.com
Hola César permíteme felicitarte por tu aventura. Yo fui estudié en caymatan por 6 años básicamente crecí ahí ese es mi pueblo. La gente en el fondo del corazón son muy amable.Tu relato ayuda agrega las partes del rompecabezas me gusta saber mas historia de mi pueblo. Grasias.
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