El paseo arrancó en la
población de Sayausí, Ecuador, a las doce de la noche. Fue hace 45 años. El
grupo de amigos alegres inició la marcha con el apoyo de un hombre que con su
acémila transportaba las mochilas de los cinco excursionistas. ¿Por qué íbamos a
esa hora y para qué? Sólo cuatro sabían. Yo desconocía las intenciones y
objetivos pero me mostraba animoso y dispuesto a todo. En dos horas de camino a través de una ruta
que parecía carretera llegamos a la casa de don Lizardo, él estaba durmiendo
pero se levantó para mostrarnos un lugar en donde podíamos descansar el resto
de la noche. Ya amanecía y el frío era intenso. Creo que nadie durmió por la
baja temperatura y quizás por el interés de ver algo interesante el día
siguiente.
De pronto, cuando aclaraba
la mañana, nos despertó al grupo el ruido de un automotor, era un bus que había
llegado y transportaba a un grupo de chicas que venían de excursión. Poco a poco
comenzaron a bajar, mientras nosotros apurábamos siquiera lavándonos la cara y
recogiendo nuestros enseres para atender a las recién llegadas. Aún no sabía de
qué se trataba, los cuatro restantes sí. En todo caso me di cuenta de que eran
estudiantes de un colegio de internado de Cuenca, todas procedentes de la
costa. Había que ser atentos y ayudar, al menos esa era la consigna.
Escogida la pareja, cada uno
comenzó el ascenso hacia la laguna de Luspa. Yo iba con una bella chica del
Guayas, llevando su mochila, y creo que simpatizamos rápido y en forma mutua.
Había que avanzar lo más pronto posible para aprovechar el tiempo, la tarde y
la noche, según eran los planes. En el camino conversamos de todo: sus
estudios, los míos…y cosas de la juventud. Siendo así la marcha y con semejante
motivación para los dos fue fácil coronar la cuchilla que se ve frente a la
laguna Toreadora, para en ese filo descansar un rato mientras veíamos que la
caravana avanzaba y nos dábamos cuenta de que estábamos en los primeros
lugares. Delante de nosotros sólo caminaban dos parejas. Con el día muy
despejado y hermoso no había para perderse, sobre todo si uno de nuestro grupo
conocía de palmo a palmo la zona. Por allí un gran acierto inconscientemente:
chupar naranjas que mi compañera llevaba en su mochila y arrojar las cascaritas
en el camino. Quién creyera, eso sería mi salvación varias horas después.
Y bajamos y bajamos. Temas
tras temas desfilaron a lo largo del trayecto, todo era felicidad, belleza
natural y olvido del mundo, salvo de las miradas permanentes entre uno y otro, y
haciendo de mí parte mil castillos en el aire. Qué linda, decía en mis adentros,
cada vez que la miraba. No tenía ni idea de lo que me iba a suceder después.
Ella, de la alta sociedad de Guayaquil y este su servidor un muchacho sencillo
y del pueblo, difícil pero no imposible, me animé. Al cabo de una hora más, ya
estábamos en el filo de la Luspa. ¿Y ahora? A esperar que lleguen todos para
comenzar la fiesta y el romance. Eso jamás sucedería. Comenzaron a arribar las chicas
con su acompañante y así, ya se divisaba al resto de excursionistas.
De pronto llegó un hijo de
don Lizardo, el que guiaba la acémila, para comunicarnos un pequeño problema:
la mula se había enfangado en el camino y había que ir para rescatar las
mochilas y ayudar a sacar al animal. No hay problema, pensé, será cuestión de
una media hora y ya, dado que el arriero nos dijo que era por ahí nomás. Entonces,
vale ganar tiempo y volver. Conversamos entre los cinco y decidimos ir al
rescate. Me despedí de la chica y le dije que ya volvía en un rato, que me
esperara. Vi en ella alguna inquietud, pero me respondí, son cosas de la edad.
Me dijo, te espero, cuídate mucho y vuelve pronto. Para un muchacho deportista esa
caminata adicional era lo de menos, pero…nunca retornaría.
Tomé la delantera. Como ya
conocía el camino o por lo menos creía conocerlo, no había dificultad. Mis
compañeros conversando, conversando, venían atrás. Cada trecho les silbaba y
les apuraba, ellos respondían y venían hacia mí. Y continuaba la marcha pensando
encontrar por allí a la acémila y comenzar el trabajo, pero nada. Y silbaba y
gritaba, mas, ya sólo el eco me comenzaba a responder. Mejor me senté a esperar.
Pasó un cuarto de hora, una media hora y nada. Volví a silbar y gritar, pero no
había respuesta. Vi mi reloj, eran las diez de la mañana. Comenzó a bajar la
neblina y ya no veía nada a pocos metros, sin embargo, no me movía del lugar y
del camino. De pronto la neblina se disipó y esperaba ver alguna cercana presencia
de alguien…el silencio fue la respuesta y comenzó a ser preocupante. Me puse a
caminar más arriba para tratar de divisar algo pero cada vez me extraviaba más
y es cuando me dije, ahora sí estoy perdido.
El tiempo avanzaba
lentamente, ya eran las once, las doce, la una de la tarde y todavía mantenía
la serenidad; me decía, al fin es cuestión de caminar de regreso a la laguna por
la ruta que tomé y en una hora ya todo habrá pasado, pero cuando quise hacerlo,
no encontré ese camino. No sabía dónde estaba, pero caminaba por los pajonales
y cada momento me encontraba en peores condiciones de orientación. Únicamente
reflexionaba en que no debía dejar de caminar y no era momento de lamentaciones.
Me acordaba del caso del joven hijo del doctor Ricardo Muñoz Chávez, alcalde de
Cuenca, que se perdió por allí y lo encontraron días después muerto en una
quebrada. Vino a mi memoria otro insuceso, el de Iván Montero, que abandonó su
moto descompuesta y había decidido caminar para encontrar ayuda, pero que se
extravió y murió a consecuencia de esa decisión de dejar su máquina cuando pudo
avanzar aunque se rompan los cauchos. Y siempre guardaba optimismo, pensaba que
todo se puede con perseverancia y deseos de vivir. No debía decaer ni perder la
confianza en mí mismo.
Mi reloj ya marcaba las
cinco de la tarde. El tiempo comenzó a pasar raudo, la neblina volvió a bajar.
Esto es el fin, pensé. Ya eran las seis de la tarde, en unos minutos comenzará
a oscurecer. La verdad es que no me había acordado de Dios hasta ese momento.
Me senté en una piedra y dije, Dios mío, no me dejes aquí, si es posible,
aparta de mí ese cáliz, soy muy joven para morir, tengo la vida por delante y
no soy malo, tú sabes. De pronto oí una voz que me respondió: No te preocupes,
estoy jugando contigo. Pero Señor, tú estás jugando y yo estoy desesperado,
cómo es eso. Él se rio: No. Sólo quiero ver qué capacidad tienes para resolver
tus problemas. Los hombres deben aprender a hacer uso de la inteligencia que
les he dado para valerse de sí mismos y resolver sus momentos difíciles. Claro
que sí, le insistí, pero en este momento ya no encuentro alternativa alguna, y
tú juegas conmigo. Volvió a reír: Mira, dijo, no te pasará nada, esto sólo es
una prueba, te necesito para otros objetivos más importantes y tú tendrás que
servirme, de modo que tienes que hacer un esfuerzo más y deberás recordar
siempre esta lección, las locuras juveniles a veces conducen a la muerte y esa
chica en quien estás inspirado no es para ti, lo hago para cambiar tu rumbo en
la vida y te tengo un mejor porvenir, pero no te vuelvas a equivocar…
Mi Interlocutor me cerró el
audio y me quedé nuevamente solo. Obscurecía. En eso me fijé bien en un claro
del camino a un metro de distancia, eran cascaritas de naranja. Me agaché, las
besé y me aferré a la vida, no debo separarme de este camino, es lo último que
me queda, pues, a lo mejor estoy soñando, delirando y jamás vi ni conversé con
nadie. Apenas unos metros más y me encontraba encaramado en el filo de la
cuchilla y ya en la noche vi una luz lejana, era la casa de don Lizardo en Quínoas.
A partir de ese momento es otra historia, caídas, levantadas, tropiezos, desgarres
y sangre, un ganado que me persigue en la obscuridad y al fin, la casa de don
Lizardo. Antes de entrar, los perros ladraban nerviosos, mientras yo miraba al
cielo y decía: Gracias Señor. Volvió esta vez a sonreír y me dijo: Cuánto te
amo…
César
Pinos Espinoza
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