Los hispanos no creían lo que se presentaba
ante sus ojos. Contemplando tanta riqueza estaban pasmados, fascinados por el
oro, y sin embargo, eran visiones no exentas del peligro. Con todo, temor y
riesgo, comenzó el saqueo. Apresado Atahualpa en Cajamarca, se vio claro el
principio del fin. El arte de las preciosidades no interesaba, importaban el
oro y las piedras preciosas. Fundieron las piezas más hermosas y la codicia
infernal no se apartó ni un momento de los extraños. Cargas de oro y plata del
increíble templo de Pachacámac, no muy distante de la actual ciudad de Lima,
empezaron a llegar para el rescate del Inca. Espigas de maíz de oro y fuentes
de aves de oro, las reservaron para el rey de España; el capitán Pizarro se
apoderó de la litera de metal precioso del inca quiteño, poco antes aprehendido
y humillado, y todo el resto que hasta el momento habían robado, se repartieron
como locos, sin que esté ausente en cualquier momento una disputa a muerte
entre los propios conquistadores.
Se hallaban tan abrumados por la colosal
riqueza, que fácil habría sido un ataque indígena para matarlos a todos y
rescatar al rey, pero extrañamente no sucedió. La mortandad en el momento de
agresión en Cajamarca, el espanto y la sorpresa en la plaza dejaron a los
indios sin ninguna capacidad de reacción. No entendían lo que estaba sucediendo,
habían entrado en shock, en instantes de incertidumbre e indecisión para
contratacar a su enemigo de reducida tropa, más todavía cuando a pesar de su
gran número, se vieron solos, huérfanos de un líder para arremeter con furia no
imaginable contra los recién llegados. Rumiñahui, tan importante poco antes en
la guerra contra Huáscar, ahora estaba ausente en momentos tan cruciales. Y
para mal de los males, fue el acabose cuando vieron a Calicuchima, uno de los
generales de Atahualpa, llegar mansamente, confundido, abrumado y atrapado por
la tropa de Hernando Pizarro.
Las crónicas cuentan que cuando Calicuchima
llegó al lugar en que se hallaba Atahualpa, la entrevista con su señor fue
dramática. Terrible y respetable en tantas oportunidades, entró en el aposento,
esta vez temblando, de rodillas y con la cabeza agachada, y al ver al inca
preso, se le fueron las lágrimas. “Estos de Caxamarca no supieron defenderte
–le dijo--; si yo hubiera estado aquí con los puruhás y los caranquis, esto no
habría sucedido”. El inca sonrió, relata Benjamín Carrión en su libro
“Atahualpa”.
Llegó el día fatídico. Días antes Atahualpa
le había dicho a Hernando Pizarro, “cuando te vayas me van a matar tus
compañeros. No me abandones”. Ese 29 de agosto de 1533 –algunos dan otra fecha--
el rey del Tahuantinsuyo caía ajusticiado por la mano bárbara, con la venia del
clérigo Valverde. “En los rincones de la plaza, como borrachos, los indios
escuchaban los estertores agónicos del hijo del Sol”. El gran imperio caía en
pedazos. Una raza de millones de seres humanos recibía el tajo final para que
no despierte en siglos. Dicen que una mujer zarza, ante la noticia fatal,
expresó: “Chaupi punchapi tutayaca”. Anocheció en la mitad del día.
César
Pinos Espinoza
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