sábado, 9 de marzo de 2013

Relatos de un explorador. No. 5

¡El Doctor ha regresado! La balacera fue espantosa y sangrienta en la casa campesina. Se desencadenó algo que pudo haberse evitado con un poco de prudencia y sagacidad, pero ocurrió lo contrario y fatal que dejó tres cadáveres en el piso. Acababan de matar a un juez y el caso era muy grave. El pueblo se conmocionó con la noticia y al ver llegar los cadáveres de los asesinados. Vino el velatorio, el abogado en la que fue su oficina y de los otros en sus casas. Pasaron los días y las semanas y poco a poco el incidente fue hacia el olvido. Sólo algunos recordaban después aquel infausto acontecimiento. Transcurrió el tiempo y un día llegaron al pueblo unos niños para vacacionar, disfrutando de día con el sol radiante y el viento y de noche en la casa a dormir temprano porque las calles con su oscuridad nada ofrecían, siquiera conversando y contando cuentos. - Bueno niños, dijo el papá en la primera noche. Todos a dormir. Mamá hizo rezar a los cinco chicos, la mayor de doce años y el último de seis. Como era la costumbre en ese caso, colocaban colchones en el suelo, almohadas y cobijas, todos juntos en rondador con la luz de una vela pegada al entablado. Se fueron los papás a un cuarto del primer piso y los niños quedaron con sus últimos diálogos infantiles. El cuarto era tan grande que podían caber por lo menos cuarenta, pues había sido hasta hace poco oficina del juez y al último, lugar de su velatorio. De este detalle los niños casi nada sabían, además, habían cosas más importantes para ellos. Serían las diez de la noche cuando Froilán, el mayor, todavía no lograba conciliar el sueño, pensando en lo que haría el día siguiente, pescar bagres en el rio con otros chicos o jugar con la pelota que su papá le había regalado. Sus hermanos dormían. De pronto, en medio del silencio total, un sonido le hizo abrir lo ojos y poner atención. Provenía de una pequeña puerta de una bodega adyacente al cuarto conectada al piso con una grada de tres escalones. Eran pisadas fuertes, alguien bajaba las gradas, una, dos, tres, cuatro pasos más y se aproximó a la puerta del improvisado dormitorio, tomó la armella y abrió un poco la puerta, como observando el interior por unos instantes. A partir del bajar de gradas, Froilán se cubrió el rostro con la cobija. Sudor frío. Estaba petrificado, aterrorizado. Sólo faltaba que aquel visitante misterioso camine un metro y medio más y lo pise en la superficie del suelo. Habría sido fatal. El ser misterioso cerró la puerta, sonó la aldaba, dio tres pasos hacia la grada y subió cerrando la puerta. La noche para Froilán fue interminable. Apenas cantaron los gallos y aclaró el día, se levantó como una cimbra y preguntó a sus hermanos: - ¿Escucharon anoche los pasos? Ninguno escucho nada, todos dormían como lirones. Es decir, el incidente no tuvo más testigos. Fue enseguida a reconocer la pequeña grada de tres escalones y por una ventana las cosas de adentro: una silla de montar, una botas viejas de cuero, sogas, vetas y otros enseres. Bajó apresurado al piso siguiente donde todavía dormían sus padres, golpeó la puerta y entró. - ¿Usted papá subió de nuevo anoche a nuestro cuarto? La pregunta sorprendió a los padres. Froilán dijo asustado que no volvería a dormir en ese lugar, que diríamos, de experiencia paranormal. El día transcurrió sin novedad ni comentario alguno. Los niños olvidan pronto sus experiencias, sobre todo cuando no las comprenden. Pero vino la noche. Ahora a dormir en otro cuarto del mismo segundo piso, pero distante unos cuatro metros más allá del primero. Llegó la hora de descansar, puerta asegurada por dentro, cama general en el suelo, pero más lejos de la puerta. Y oh sorpresa. Más o menos a la misma hora se repitió el fenómeno: pasos bajando la grada de la bodega, pasos hacia la puerta, la puerta se abre, se cierra, suena la aldaba al soltarla, pasos a la grada pequeña, tres pasos hacia arriba y un sonido de la puerta de la bodega que se cierra. Esta vez había más de un testigo, María, la hermana de Froilán, de doce años. - ¡Cierto!, dijo ella. - ¡El Doctor ha regresado! César Pinos Espinoza

miércoles, 6 de marzo de 2013

SANTA ELENA Y SAN PABLO EN LA COSTA ECUATORIANA










La autopista que lleva de Guayaquil a la península es espectacular. Cuatro carriles y señalización horizontal y vertical, vallas publicitarias y un paisaje muy atractivo hacen el deleite de los viajeros. Luego de una hora y media de partir del puerto principal se divisa letreros que anuncian Chanduy y luego la capital provincial. El transporte público de buses es muy bueno, y como dijo un pasajero, “ahora es mejor porque no deben abusar de la velocidad, so pena de una multa, reducción de puntos en la licencia de conducir y tres días de prisión”. Estas medidas, para un buen entendedor, son más que convincentes.
La península con una historia singular
La ciudad de Santa Elena está asentada en una zona de gran antigüedad en cuanto a culturas ancestrales. La península en sí, fue sin duda escenario de actividad marítima desde antes de la era cristiana, tiene asentamientos de pueblos navegantes por excelencia, para quienes el mar era su vocación y es seguro que debieron intercambiar productos con pueblos costeños del norte del Perú y Centro América, posiblemente en el tiempo de los gigantes, de aquellos que el P. Juan de Velasco cita en su obra cumbre, que aparecieron por el mar, no se sabe de dónde y se quedaron a vivir en esas tierras, hasta que por usar a las mujeres nativas a las que destrozaban, enfureció a los habitantes, que resolvieron destruirlos, pero “bajó fuego del cielo, en medio del cual se vio un ángel con reluciente espada y quitándoles la vida les consumió el fuego”. (Historia Natural. Pág. 163). Verdad que parece una fantasía, pero es frecuente en varias civilizaciones del mundo. Los “Amantes de Sumpa”, en evidente abrazo de amor eterno a toda prueba, incluso de la muerte, es otra historia sobre seres humanos que vivieron en la península en el tiempo de los primitivos navegantes que tenían la concha spondylus como moneda para el comercio. Los museos de Santa Elena, Chanduy, Valdivia y otros, guardan invalorables recuerdos de esos pueblos laboriosos, organizados y emparentados con el mar desde hace mucho tiempo, y que incluso hoy, reproducen objetos con admirable “autenticidad” y que a veces pasan, como dice Piero, como “valiosas cosas viejas recién envejecidas, para americanos…”
Vicente Rocafuerte y la Madre
Paseo por la calles de Santa Elena a una temperatura de 40 grados, pero la noche es fresca. La gente va y viene, todos laboran y la pesca genera alimentos del mar, que muy bien preparados en oasis de restaurantes acude para disfrutar de la gastronomía. En la iglesia central oran y cantan, seguramente pidiendo ayuda divina o perdón a Dios por los pecados, veniales por ser humanos. En el parque central la gente descansa, parejas conversan, seguramente cosas del amor efímero o de domésticos problemas, y para refrescar esos avatares tan propios de los hijos de este mundo, cada cierto tiempo pasa un joven con una botella grande de gaseosa bien heladita vendiendo el vaso a 25 centavos, la mejor ocurrencia y el mejor deleite para la sed. Cae la noche, poco a poco la gente desaparece del parque y las calles, queda solitario el magnífico monumento a Rocafuerte, primer presidente ecuatoriano, luego de la desorganizada administración del forastero Flores, además cuestionado por la muerte del Gran Mariscal, pero en honor a la verdad un auténtico héroe en varias ocasiones; por allí también queda sola la Madre, de lindas formas de bronce con su niño, de Paúl Amadeus Palacio Collmann (Loja 1.942), inspirado seguramente en la exuberante mujer costeña.
Día soleado para ir a la playa
Hay que descansar, no queda más. Ya a las diez de la noche en el Hotel Cisne, un poco de tv y las últimas noticias del día, aunque lo más recomendable es una película de cable, hasta cuando Orfeo diga basta, en todo caso mejor que todo aquello de cada día, violencia, farándula y otras ofertas no del todo edificantes. Al día siguiente es otra cosa porque uno se llena de esperanzas y reconforta el espíritu. Muy temprano vamos a la estación de buses que van por la ruta del Spondylus. En 40 minutos, por 50 centavos, llegamos a San Pablo. Primero altos edificios de departamentos y ciudadelas, luego el pueblo con casitas pequeñas y algunas de mejor calidad. En este punto no dejan de pasar los buses que van y vienen de Santa Elena, Ballenita, La Libertad, Salinas, Bolívar, Ayangue, Montañita, Ayampe, Valdivia, etc. Y enseguida, como dice la canción, “vamos a la playa…”, extensa, limpia, con lanchas y pescadores; ese día pocos turistas que caminan, se bañan; pescadores que arreglan sus redes; puestos de comida sin comensales; un joven que con cuchillo limpia el casco de su nave para luego protegerla con resina; pocos comerciantes que venden el producto de la pesca y contadas mujeres comprando.
Redes, preparativos y soledad
Converso con dos hombres que arreglan sus redes: en estos días hay buena pesca de langostinos, venden el producto a regular precio en los hoteles o vienen a negociar en el lugar; salen a su faena después del medio día y regresan a la media noche luego de alejarse diez o quince millas, sin más brújula que su instinto alimentado desde la niñez, sin más aparejos que su valentía y fortaleza de cholos herederos del habitante costeño de siglos; sin más compañía que su suerte, forjada en cada día con tenacidad y perseverancia. ¡Ah hombres admirables!  Más allá un joven desprende del casco de su nave las costras de sal acumuladas en meses, para calafatear y después a fuerza de músculo empujarla al mar ayudado por rodillos de madera y palos que son remos, para confundirse enseguida en las olas, confiado en sus brazos fuertes; su joven esposa lo mira más allá a unos veinte metros y talvez dirá, “lo amo porque es valiente y no da su brazo a torcer…” Lecciones a cada paso, la principal, afrontar la soledad con estoicismo y valor, aunque de pronto surja un suspiro de desesperanza. Debe haber sido esa la experiencia de Eduardo Endara Crow en Río Verde, junto al mar, esperando la llegada de alguien que al final nunca llegó. En San Pablo el sol se pone, los pescadores recogen sus aparejos y nosotros volvemos al bullicio, retornamos luego de sembrar recuerdos.
César Pinos Espinoza
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