domingo, 18 de septiembre de 2011

El ferrocarril desconocido de Piedras

Elena, una bella muchacha costeña de 20 años y ojos claros, escapaba de su hermosa tierra, talvez para siempre. ¿Qué le empujaba a tal decisión? El amor. ¿Quién era el afortunado? Un joven serrano de 24 años. Cuando la conoció en el campo, quedó flechado. La joven maestra de escuela vio en el pretendiente un enigma, una especie de enviado para una misión difícil de entender, en ese momento y después. ¿Y qué hacer? ¿A dónde ir? Era un tiempo donde no existían carreteras, si se pretendía viajar lejos. Todo se hacía a lomo de mula. Las tierras del Azuay eran tan lejanas que había que cabalgar por tres días y audazmente sólo por dos ocasiones al año. Guayaquil, un sueño difícil de alcanzar. ¿Vamos a Guayaquil? propuso José, el morlaco enamorado. Y ante la propuesta que sonaba como aventura loca, emprendieron el viaje. ¿Quién no de joven, buscando nuevos horizontes? Primero a través de lodosos chaquiñanes durante horas interminables y agotadoras jornadas con dirección a Piedras, la estación del tren. Mientras tanto, los mineros de Zaruma y Portovelo en el sur ecuatoriano, horadaban los últimos túneles en las entrañas de la tierra para extraer el precioso metal y transportarlo por la ruta del tren hacia Pasaje, Machala y Puerto Bolívar, y de allí al extranjero, para aumentar la riqueza de poderosos empresarios. Se llevaban nuestro patrimonio de siglos y dejaban, ya todos sabemos, las secuelas de una explotación ambiciosa y miserable.

¿Por qué el nombre de Piedras? Cuentan que en la época en que se construía la línea férrea y que el lugar se destinaba a terminal del ferrocarril, la compañía constructora en los desbanques que hacía para el tendido de los rieles, encontró una cantera de piedras especiales que servían para afilar herramientas, por lo cual poco a poco los pobladores comenzaron a identificar el sitio con el nombre de Piedras. A partir de la construcción de la línea férrea y del establecimiento de su terminal, Piedras pasó a ser el punto de convergencia para la comercialización de los productos hacia múltiples pueblos, tenía según dicen, más de 600 habitantes, aparte de los transeúntes que abundaban cada día. El tren fue la vida, sin él, murieron la estación, las bodegas, las bullangueras máquinas de hierro, y como por arte de magia, el pueblo todo. Hoy sólo han quedado los recuerdos.

La historia de los arrieros, es otro capítulo interesante. Cuando a veces por causa de deslaves e inundaciones se dañaba la vía férrea, no pasaban los vagones y no quedaba más que transportar equipos, alimentos, objetos, maquinarias y tantos enseres, a lomo de acémila. Para eso muchas personas se idearon el trabajo de “arrieros”, que eran fundamentales y bien pagados, pero de extremado esfuerzo. Los burros eran muy resistentes, dicen, igual que las mulas, los machos y menos los caballos de paso. Los animales siempre estaban bien enjaezados y elegantes, especialmente para que monten las damas en esos largos trayectos en medio del calor, la lluvia y los mosquitos. Una era de sacrificio y estoicismo por parte de los habitantes de esos lugares. Una historia que se olvida y había que contar.

César Pinos Espinoza

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