domingo, 29 de abril de 2012

Caymatán, verdor y aventura en los calientes


Se llega a Caymatán por La Troncal. Es un caserío de Manta Real, recinto costanero azuayo en el límite con Cañar cerca de Guayas; pocos saben que pertenece a Molleturo, y por último, su existencia es ignorada y para el Azuay casi no cuenta. Lo diremos por qué.
Un hecho de 1932 casi ya olvidado
Primero, por allí nunca ha llegado periodista alguno, ni de broma; las autoridades son seres extraños y la gente vive porque Dios es grande. Y esto no es nada nuevo, lo fue siempre, incluso en el fatídico 1932 cuando se produjo una matanza cuyo relato está en el libro de G.H.Mata, “Sanagüin”, editado en 1942, que lo he leído y releído y consultado en los archivos de El Mercurio. A Manta Real y Caymatán hemos llegado por segunda vez doce años después para ver el cambio operado, hoy al recinto lo desconozco, pero el caserío casi no ha variado, parecen ser las mismas casas, los mismos caminos, aunque los hombres y mujeres han migrado, son otros. A Raúl Solís, un joven oriundo de Patul lo encontré hace meses junto con sus hermanas y familiares en un borde de la carretera poco antes de Tres Cruces, me contó que ellos llegaban para vender sus productos en ese sitio cada semana; me dijo que podía ser mi guía hasta su pueblo caminando tres horas y que tenían todo para atenderme en su tierra, pero no pude contactar y opté por entrar desde el lado costanero. De ese modo hace poco llegué a Caymatán, pues desde donde proponía Raúl significa muchas horas de tránsito y esfuerzo para llegar a su tierra, lo que no hemos podido lograr; sin embargo, con lo que vivimos y lo que nos contaron, es más que suficiente para tener una idea clara de esos lejanos lugares azuayos.
Mordedura de serpiente y ausencia de suero antiofídico
Cuando llegamos a Manta Real nos enteramos de que al joven Manuel Puin, de 16 años, dos días antes lo habían llevado de urgencia a Guayaquil para atenderlo de una mordedura de serpiente. La historia es la siguiente: Manuel fue días antes al punto de La Soledad para recorrer el ganado de su familia, al agacharse para pasar una alambrada fue atacado por una víbora que le mordió en el cuello y rostro, también atacó a su perro que murió de inmediato; tomó su acémila y se dirigió por dos horas hacia Manta Real buscando auxilio en el Subcentro de Salud, pero oh desgracia, no contaban allí con suero antiofídico. De inmediato lo trasladaron en una moto a La Troncal y en el hospital de ese cantón tampoco había el referido suero. Una ambulancia lo traslado enseguida a Guayaquil, y cuando yo regresaba de Caymatán dos días después, había fallecido y lo estaban velando en su pueblo. ¿Qué sucede señores de la salud? ¿El suero salvador debe estar sólo en ciudades grandes como Guayaquil o Machala? ¿Desconocen que la incidencia de mordedura es alta en ciertos lugares costaneros y orientales? ¿Han realizado investigaciones al respecto? ¿Será imposible implementar un sistema que salve vidas en fincas y caseríos lejanos, al costo que fuere?
El hermoso y terrible río Patul
Sin siquiera conocerme, doña Rosa, Fanny, Glenda, Jonathan, Patricia y don Manuel me reciben en su casita sencilla y campesina, haciendo honor a la frase “dar posada al peregrino”, conversamos de muchas cosas y emocionaban sus relatos; antes, la gente que me encontraba en el camino me preguntaba a dónde voy, qué voy a hacer, dónde llegaré, en fin, y les llamaba la atención que caminaba sin rumbo y sin destino, pero después también se admiraban de verme conversar familiarmente con algunos campesinos, con bromas y risas. Caymatán es un punto en la selva, un peldaño en ese enorme cañón de siglos forjado por el caudaloso Patul que irrumpe desde Paragüillas en los bordes del Cajas. Más arriba están Tansaray, Chacanseo, Zhucay y Patul. Un día hace ocho años la familia se trasladaba a Manta Real y al pasar por un puente de dos palos resbaló doña Rosa con su tierna Glenda de cuatro años, siendo arrastradas por las aguas; su esposo corrió por las orilla unos 200 metros, y como si fuera un milagro, rescató a su niña casi muerta; doña Rosa sujetó a su hija hasta que perdió el sentido por un golpe en una piedra, pero más abajo fue rescatada así mismo de milagro. Hoy ellos no entienden lo que sucedió y por qué viven todavía. Son los secretos del arcano.
Huelas del eslabón perdido
Cae la lluvia en la tarde, los monos en la montaña protestan, o mejor, festejan el chubasco; ¿Oye cómo gritan?, dice Jonathan (14), y eso no es nada, prosigue: hay osos, venados, ardillas, gualillas, tucanes de varios tipos y colores, el perezoso, pavas del monte, culebras equis y de otras clases, tigres grandes como un perro, la gran bestia…Su padre, don Manuel Paguay, le escucha, le mira, ¿cómo sabrá tanto?, dirá; y es más, relata el joven emocionado, al ver nuestro interés: dicen que han visto al “indio del monte”, un mono grande como hombre, erguido, lleno de pelaje, que pone un brazo junto a un árbol, como observando con curiosidad; la otra vez alguien alzó una carabina, le dio un tiro en el pecho y lo tumbó, huyendo de inmediato por si acaso asomen otros porque parece que no era el único. Qué curioso el caso. El mito Mono Grande registró por vez primera el cronista Pedro de Cieza de León; en 1553 escribió que la población local --seguramente en el Perú--  teme a las “maribundas”, criaturas misteriosas del bosque; de esos supuestos avistamientos se siguió hablando por parte de los visitantes del norte del continente a través de los siglos, dice la crónica. El informe más controvertido es del explorador suizo François de Loys, en 1920, que costó la expedición, pues fue atacado en un río por un par de simios de 5 pies de alto, de caminar erguido, agitando ramas de los árboles; los exploradores dispararon e hirieron a un ejemplar femenino y hasta la fotografiaron.
El proyecto turístico de un finquero
Agustín Galarza, que iba en el bus también al mismo destino desde Cuenca, me invitó a proseguir ese mismo día a su finca en Tansaray, “allá cerquita nomás, a la botadita”, lo que para mí habrían significado unas cinco horas de camino. No acepté la propuesta. En Caymatán observamos la escuelita “Seis de Enero”, descuidada en los días previos al inicio de clases, después, Patricia Paguay me contó que el maestro había comenzado sus labores con seis niños, son pocos, pero creo que mientras hayan niños se justifica, y que en las otras localidades más arriba también hay escuelas, lo que sucede es que se construyeron las dos aulas pensando que habrían más alumnos. “Antes había aquí más gente”, dicen. Veo que de Caymatán casi todos han emigrado, ni los muertos se han quedado, porque su cementerio está abandonado, tiene unas pocas tumbas muy viejas, sin embargo, la  belleza natural de esos lugares es incuestionable. Wiberto Ochoa en Manta Real nos invita a su finca y nos cuenta sus proyectos, quiere organizar su estancia destinada a turistas; las aves y los animales silvestres por allí son mansos y el lugar puede constituirse en un gran atractivo a nivel nacional e internacional. Su padre, don Miguel Ochoa tuvo una hacienda más arriba hace algunas décadas y su hijo se ha quedado definitivamente porque le gusta ese ambiente, es un aventurero solitario y profundo conocedor de la selva y el cultivo de cacao, sus jóvenes hijos llegan de vez en cuando para visitarlo, y “talvez uno de ellos quiera venir y encariñarse con el medio”.
Cuando me dispongo al retorno, recuerdo y veo todavía en las miradas de mis anfitriones en Caymatán una especie de interrogante, creo que siguen sin comprender por qué llegué y para qué, mientras de mi parte no entiendo por qué me salió todo bien y estuve en la casa precisa, de gente buena, sencilla, humilde, saboreando lo que ellos producen, que es su pan de cada día. Creo que volveré.

César Pinos Espinoza
www.proyectoclubesdecomunicacion.blogspot.com

1 comentario:

  1. Hola César permíteme felicitarte por tu aventura. Yo fui estudié en caymatan por 6 años básicamente crecí ahí ese es mi pueblo. La gente en el fondo del corazón son muy amable.Tu relato ayuda agrega las partes del rompecabezas me gusta saber mas historia de mi pueblo. Grasias.

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