domingo, 10 de marzo de 2013

Relatos de un explorador. No. 6

No era ni un ángel ni un demonio Esta historia me contó un hombre de edad avanzada ya hace años un día cuando yo caminaba por una senda de herradura en pleno invierno para tomar la única vía carrozable en los calientes de Chaucha. Lo encontré sentado en el porche de su modesta cabaña con la mirada perdida en lontananza. Vivía solo, quizás ya los últimos momentos de su vida. Fue cuando me aproximé para pedir agua y descansar unos minutos después de una larga jornada de tres horas de camino desde la montaña. Mientras bebía una agua azucarada con panela que me brindó, comenzó el relato que no sé si fue su propia historia. Un día un hombre salió temprano de su casa en la ciudad para tomar en el extremo de esa urbe un bus que lo llevaría a un pueblo en donde él trabajaba como maestro de escuela. Creo que frisaba por los cuarenta años más o menos, pero se veía muy juvenil y alegre, se diría que estaba en la flor de su existencia. De él se decían muchas cosas: era popular, se caracterizaba por su bondad e ingenuidad, que hasta santo le creían porque leía mucho y pasaba horas enteras con la Biblia y a veces rezando, jamás hizo mal a nadie e incluso era capaz de realizar una forma de milagros en los jóvenes y niños “haciéndoles hablar” a los que por timidez no podían hacerlo, con el argumento de que todos nos equivocamos y si cometemos errores no importa; él mismo se hizo su propio milagro de hablar y hablar bien en público y sobre cosas interesantes, todo a fuerza de perseverancia, estudio y convencimiento propio. Atraía a las mujeres con facilidad, como por encanto, como a los niños el Flautista de Hamelín, pero jamás se aprovechó de tal virtud para hacer el mal a nadie, y sobre todo conservaba su timidez que le daba más atractivo, aunque siempre se quejaba de que en cuestión de amores era desafortunado. Pero qué cosas, al contrario, para otros, era el mismo demonio, mujeriego, tomador, pendenciero y peleador callejero, un problemas en las fiestas, y al parecer, no tenía arreglo, y en verdad, creo que jamás lo tuvo. Esa mañana caminaba apresurado por una avenida y pronto alcanzó a divisar el vehículo que lo llevaría, le volvió el alma al pecho y desaceleró su marcha. Al mismo tiempo y en el mismo sentido una mujer caminaba de la mano con su tierna hija hacia su escuela. El nombre de la niña lo recordaba pero no me quiso decir, tenía unos siete años quizás. Por el apuro de madre y niña golpearon en el brazo al señor, que un libro y un cuaderno que llevaba fueron a parar en el suelo y las detuvo para pedir disculpas y tratar de recoger las cosas que se habían caído, pero ya enseguida el hombre se había agachado para lo mismo; el movimiento fue como sincronizado que al agacharse la niña y el señor se vieron los rostros muy cerquita; ella asustada y con sus ojitos casi perdidos en el rostro y él sonriente, talvez a la fuerza, pero arrancando una sonrisa nerviosa de la niña que enseguida y sin perder el tiempo se reincorporó y prosiguió su camino. El señor la miró fijamente un tanto extrañado y la niña igual, le hizo adiós con su manito y se fue. Unos metros más allá, se viró, volvió a sonreír y algo le dijo a su madre que también se había vuelto para mirar al extraño. Él, con el índice casi susurrando dijo: “¡Te veré dentro de 18 años…en alguna parte…!”. Les dije que tenía una forma de mago. Mientras relataba el campesino apenas se había movido de su especie de sillón y sus ojos brillaban como de nuevo retornando a su vida del pasado lejano. De acuerdo a la historia, habían transcurrido casi veinte años, todo parecía haberse sepultado en el olvido, a no ser por un incidente que removería escombros inconscientemente. Un buen día, cuando de la gran ciudad el hombre había tomado un bus para dirigirse a su casa a cuatro horas de viaje y se preparaba para meditar en las cosas de ese día y en las que la vida le ofrecía, de pronto llegó una chica apresurada y se sentó a su lado, apenas lo miró y se concentró en sus cosas personales. El bus inició la marcha que prometía horas aburridas. Unos minutos después, al reojo él la miró y algo le llamó la atención: los ojos de la chica, casi perdidos en su rostro. Recordó que algo parecido había visto mucho tiempo atrás. - ¿Qué sucedió después? Le dije al campesino. - Nada, respondió, casi nada. Fue un incidente de cinco meses, no duró más y no sucedió nada, más que una carga de penas para el corazón. Epílogo: Diez años más tarde, extrañamente, se repitió la historia, esta vez en otro escenario. En un pequeño poblado de la Amazonía se produjo una conmoción: unos guerrilleros habían asaltado ese lugar y llevaban junto con ellos a un grupo de niños secuestrados, seguramente para conducirlos por la selva hacia sus negros propósitos en algún campamento. Aprovechando un momento de confusión una niña corrió por la calle, cruzo velozmente hacia el frente y se perdió en una covacha sin dar tiempo a los armados para recapturarla. En la parte posterior de esa casucha vivía un hombre que vio llegar a la niña y rápido le indicó dónde esconderse, quedando indiferente e impasible en el momento que llegaron buscando algo los guerrilleros. Preguntaron por la niña. - ¡Por allá! Dijo señalando el lado opuesto, y se alejaron enseguida. Cuando todo pasó y el griterío de hombres y niños se fue disipando con el alejarse de los insurgentes, el hombre se acercó a la niña. - ¿Quién eres? - ¿De dónde te trajeron? - ¿Quiénes son tus padres? La niña apenas respondió y casi llorando dio alguna pista. El hombre tomó su vieja camioneta y condujo a la chica por unos caminos maltrechos durante unas tres horas. Había sido robada a un grupo de turistas que pasaban por allí. Y llegaron a un lugar en el que un grupo de gente comentaba y se movía inquieta, ahora aproximándose al auto que acababa de llegar. Se bajaron de inmediato los dos ocupantes. - ¡Hola! - dijo el hombre a la madre, mientras ella abrazaba a su hija conmovida. - Se parece mucho a usted, expresó serenamente el hombre, para romper el silencio, y casi de inmediato se volvió a su vehículo. Madre y niña como clavadas en el piso contemplaron al hombre que se alejaba, y volvía a la memoria de los dos, sin duda, aquel incidente del bus una tarde de viaje con amena conversación y los sueños fallidos. Había sorbido por entero el jarro de agua azucarada que me brindó y retomé mi camino. Me alejé poco a poco y antes de perderlo de vista, aquel hombre continuaba con su mirada ahora perdida en la tarde y en el verde de la montaña que oscurecía. Nunca más supe de él. César Pinos Espinoza.

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